domingo, 7 de junio de 2009

Entrevista

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Capítulo de muestra

Resumen:
Disfrutar con las desgracias que atormentan a personas buenas no debía ser aceptable, pero en este insólito y cautivante relato de suspenso Corredor Ortiz nos obliga a eso.
A los 78 años, viuda desde hacía 30, cuando ya la vida le debería estar premiando con paz y bienestar la larga y esforzada dedicación a estructurar una familia de bien, por aleve traición de una persona estimada como ser querido y depositaria de su confianza, doña Tere de Vélez se vio agobiada y casi destruida por graves afanes económicos. Tal vez el único factor amable que la mantenía aferrada a un mundo que ya no le producía sino asco, desilusión y dolor, era el afecto y solidaridad de su amiga de toda la vida, de la misma edad y también viuda, Anita de García, quien sin problemas personales pero viviendo como propios los que aquejaban a su querida compañera, se asoció con ella para buscar una solución definitiva que le permitiera sosegar los postreros arreboles de su trajinada existencia. A causa de fortuito incidente las dos ancianas se vieron relacionadas con unos prestigiosos empresarios conocidos por su sólida y boyante posición económica y social, y, con la ingenuidad propia de la esencia honesta, creyendo que no harían daño a nadie al apropiarse de una ínfima parte de la cuantiosa fortuna, decidieron intentarlo por medio de un “pequeño” delito, con lo cual no lograron sino verse enredadas en un conflicto más grande que su desbocada imaginación, y complicadas con la más peligrosa expresión del crimen organizado.



Capítulo 1

Antecedentes

1
Confieso que, en este momento, no creo que el escrito que comienzo pueda quedar bien. Mi cerebro es un confuso mazacote de dudas, inseguridades y vacíos, porque ni siquiera tengo bien claros los componentes de la historia que ingenuamente aspiro a narrar, y sé como cualquier aficionado que una novela —si es que alguna vez llega a serlo—, no se debe iniciar así sin asumir por anticipado, que sólo un golpe de suerte con características de milagro podría salvarla del más rotundo fracaso. A los anteriores factores en contra se suma el hecho de que la incomodidad física y el dolor en la espalda, no son los mejores auxiliares para lograr la concentración que requiere un ejercicio intelectual. Y es que trato de escribir a mano, acostado boca abajo en la cama de hospital, en donde me preparan para una cirugía de urgencia en la columna vertebral, a realizarse en el instante en que dispongan de los resultados de los exámenes de rigor. Lo que pasa es que no puedo esperar; la idea y la decisión de escribir esto llegaron al tiempo, bajo presión, en peligro de muerte, hace menos de veinticuatro horas, y no quiero dejar enfriar la excitación que el hecho me produjo ni desperdiciar el primer minuto que tengo para mí solo desde entonces. Me niego a dejar morir este impulso, sin registrar el dilema que me genera la dualidad entre el orgullo que me embarga por el heroísmo y valentía con que enfrenté los hechos, y la vergüenza interna por la pueril estupidez que cometí, al enredarme por voluntad propia en un conflicto que nada tenía que ver conmigo. Nunca en la vida sospeché siquiera el llegar a verme en una posición tan peligrosa. Tal vez podría haberla imaginado e incluso provocado en mi juventud, cuando el ansia de experiencias intensas, las demostraciones de valentía y machismo, y los afanes protagónicos, me condujeron a conocer lugares, personajes, y estados de inconciencia o irresponsabilidad, que mezclados podrían haber llegado a propiciar una situación tal. Por eso es que ahora, a mis sesenta años, luego de por lo menos veinticinco de cuidarme a toda conciencia de riesgos inútiles o prácticas poco saludables, dedicado en cuerpo y alma a actividades tan inocuas, apacibles y poco rentables como las artes escénicas y la literatura, no voy a abstenerme de responder a la decisión de escribir tomada tras el volante de una camioneta blindada, en la oscuridad de la noche, la soledad de la carretera circunvalar de Bogotá, estacionado esperando a que un comprobado asesino, jefe de una banda de secuestradores y estafadores de la peor calaña, llegase a cumplirme una cita en la que, a nombre de un supuesto grupo armado al margen de la ley, pretendí transar una negociación de la que dependía la vida de tres mujeres inocentes: una joven madre de dos infantes de cinco y ocho años, y dos venerables abuelas de casi ochenta años entregados abnegadamente a la estructuración de sendas familias de bien.
Me propongo, para tratar de reducir el riesgo de fracaso en mi proyecto de novela —por supuesto si los cirujanos y anestesiólogos que manejarán la intervención quirúrgica sí tienen éxito—, empezar por referir los detalles que conocí personalmente y a fondo, y prometo entre tanto ir recopilando de las fuentes directas la información de los demás de la manera más precisa posible. No espero poder enlistar sumaria y ordenadamente los insólitos hechos que afectaron a tanta gente con la exactitud del huevo que repite cada paso de la evolución de la especie ovípara, pero prometo hacer todo lo que esté a mi alcance.

2
Recuerdo que, ya bajo la temible lámpara de cuatro potentes focos que iluminaba la mesa de cirugía, cuando bajó ante mis ojos la mascarilla de oxígeno y me consumí en el blanco vacío de la inconciencia, el último vestigio de memoria me mostró un aviso de los que por publicidad regalan las fábricas de cerveza a las cigarrerías de barrio, en el que se leía: “Tienda del Mono”.
Por supuesto, si puedo recordar esos detalles y escribirlos, es porque, aunque todavía no sé los resultados reales de la operación quirúrgica ni las secuelas que pudo dejar el trauma sufrido, los médicos tuvieron éxito por lo menos en mantenerme con vida conservando la capacidad física para escribir. De la capacidad mental no puedo decir nada sin la natural parcialidad a mi favor fruto del instinto de conservación, así que al lector corresponderá sacar sus propias conclusiones.
La “Tienda del Mono” es un local similar a otros miles que se encuentran en todos los cientos de barrios que componen la ciudad de Bogotá, y que figuran en los censos y otras estadísticas con el original nombre de “tiendas de barrio”. Éstas, en apariencia, son sencillamente el negocio donde a partir de las seis de la mañana se distribuye el pan, la leche, los ocasionales huevos o la pastilla de chocolate, cereales y verduras, artículos para el aseo y demás indispensables, en las tardes se venden bombillos, hilos, elementos de papelería, golosinas y antojos, de vez en cuando un juguete coreano o una prenda china para algún regalo de cumpleaños de última hora, y al anochecer la cerveza o el aguardiente con que los señores descansan de las actividades del día, se relajan, y se ajustan la coraza que les defenderá de las agresiones propias de la nocturna convivencia hogareña. Eso son las tiendas de barrio, repito, en apariencia, porque en realidad son mucho más: son nada menos que el alma, la conciencia, los ojos, y los oídos de su zona de influencia. Allí, mientras compran el pan y la leche, la empleada doméstica del apartamento tal le comenta a la de la casa de la esquina que el celador del edificio le regaló un adorno “lo más de elegante” para la mesa de noche, y la otra corresponde a la confidencia confesándole que el jardinero besa “lo más de rico”. Y en la tarde, mientras toman gaseosa con buñuelo, el celador del edificio le cuenta orgulloso al jardinero que “se ganó” a la muchacha del apartamento tal regalándole una estampita del Divino Niño Jesús que se encontró tirada en la acera, y el jardinero más orgulloso le informa que él ya le “mandó” la mano bajo el delantal a la de la casa de la esquina. Si incluyera ejemplos sobre la interacción entre las amas de casa, los jóvenes deportistas, los fiesteros, los comerciantes, mecánicos, relojeros, zapateros, limosneros, señores padres de familia y demás miembros de la comunidad, y las implicaciones y efectos de toda esa maraña de relaciones interpersonales, la descripción de la tienda se convertiría en un extenso ensayo sociológico en el cual no estoy interesado y espero que el lector tampoco. Lo único que quiero es bosquejar las características de la tienda, con lo cual justifico mi convencimiento y afirmación de que el tendero es el personaje más importante del barrio. Simple: el tendero lo sabe todo sobre los habitantes del vecindario, porque todas esas personas, ya acostumbradas a su presencia hasta el punto de considerarlo una parte del mostrador, se explayan ante él sin recato ni prevención de ninguna clase, y sólo le tienen en cuenta cuando al venir solas y no encontrar a nadie más con quién hablar, le convierten en el sicólogo, confesor y amigo.
Aquí abro un corto espacio para explicar la razón de mi interés por las tiendas de barrio y los tenderos: hace unos meses, luego del tormentoso proceso que significó la terminación de mi primera novela, del agotador e inoficioso recorrido por las casas editoriales en busca de publicación, de la indignante y ardua peregrinación en busca de medios para editar por mi cuenta, y ya, con la dicha del libro publicado en mis manos y las de un par de lectores de la familia, recuperado de la depresión posparto consecuencia de tal vía crucis, mi mente quedó abierta hacia la búsqueda de otro tema objeto de un nuevo intento literario. Fue ahí cuando conocí de oídas una mentira bastante interesante sobre un amor imposible, y decidí que era material apto para iniciar su desarrollo como relato con buenas posibilidades. El análisis previo a la escritura me llevó a suponer que podría tener algo de innovador el situar la trama en un ambiente poco o nada frecuentado por otros autores, y encontré un terreno casi virgen cual es el costumbrismo del nivel socioeconómico más bajo y oprimido de la clase media bogotana. Casi nadie se fija en los miembros de esa clase. Todos, seguramente en búsqueda de individuos con caracteres extremos que nos permitan ser más dramáticos o comerciales, nos inclinamos a escribir sobre personajes de clase muy baja o muy alta, sin pensar que en la clase media, por encontrarse entre las bajas que por envidia le quieren absorber y las altas que por egoísmo le logran discriminar, sobreviven los que han sido obligados a estructurarse con la personalidad más pintoresca, creativa, guerrera y capaz de todas. No más empezando a considerar la cuestión me estrellé contra una verdad que llegó a convertirse en doloroso “mea culpa”, y es el hecho de que siendo yo mismo un miembro de esa clase, hube de reconocer el no conocerla lo suficiente como para poder escribir sobre ella con la profundidad mínima que requeriría una ilustración al menos decorosa. Sí, me dolió darme cuenta de que no la conocía por la sencilla razón de que, como casi todos sus miembros, he vivido intentando escapar de ella, porque la presión en ésta puede llegar a ser tan insoportable, que con frecuencia empuja hasta la desesperación: es la franja social en la que viven quienes están en peligro de perder la vivienda por falta del pago de cuotas, los que ven cómo devuelven a los niños de los colegios por mora en las pensiones, los que se ven privados de atención en salud por incumplimiento a sus sistemas de protección, los que a pesar de haber vendido el carro de veinte años de edad para pagar una deuda mas los intereses acumulados por una tarjeta de crédito con cupo mínimo, ven que sus nombres siguen figurando por meses en las listas negras de las centrales de riesgo financiero, y, en fin, los que pagan por todas las condiciones negativas que puede ofrecer la sociedad de consumo. Tan acertado estaba yo en ese enfoque que ahora, en lugar de la mentira interesante sobre el amor imposible, escribo una historia real acerca de personas a quienes las presiones económicas arrastraron a cometer los actos irracionales que desencadenaron el conflicto cuyas consecuencias sufro, al tiempo con otros involucrados que resultaron afectados de maneras en mucho peores. Por todo lo anterior, convencido de que no existe un punto mejor desde el cual escudriñar y aprender sobre el carácter de la clase media oprimida, fue que centré mi atención en las tiendas de barrio, y, tras estudiar una media docena de probabilidades, me quedé con la que consideré el ejemplo palmario: la “Tienda del Mono”.
El negocio está situado en el centro del barrio “Campolindo”, construido hacia las bellas afueras campestres del norte de Bogotá en los mil novecientos cincuentas, para adjudicar las viviendas a oficiales de las fuerzas armadas. De las familias de militares que resultaron beneficiadas ya quedan allí apenas las tres o cuatro que no han tenido con qué irse; el resto ha sido adquirido por otro tipo de personas de muy diferente extracción social. El organizado conjunto que fuese considerado elegante y sano en la Bogotá de entonces, ahora, rodeado no de verde naturaleza sino de tugurios de invasión asentamiento de tenebroso lumpemproletariado, se cataloga como vividero de capa “media baja decadente”.
El “Mono” —así se les dice en Bogotá a los individuos de piel y pelo claros—, a quien todos conocieron siempre con ese apodo y no se sabe de nadie que conozca su verdadero nombre, fundó la tienda cuando el barrio todavía estaba en construcción, y la administró hasta finales de los ochentas cuando se vio obligado a dimitir por fallecimiento; desde entonces ésta es manejada por el “Monito”, su hijo, que ahora es un cuarentón gordo, pelirrojo, pecoso y bonachón como su padre, quien, fuera de las horas empleadas en las labores comerciales y sociales propias de su posición como tendero y ya descritas, se la pasa resolviendo crucigramas sobre el mostrador.
Ante el mostrador y el “Monito” llegué una tarde por pura casualidad. Regresando de Boyacá de visitar en su finca a mis queridas amigas Dani y Vica Graham, una pesada congestión vehicular en la “autopista” del norte y la angustia por la perspectiva de tener que afrontarla sin cigarrillos, me obligaron a buscar una vía de escape y una tienda, con tan buena fortuna que fui a dar precisamente al sitio que andaba buscando con lupa durante las tres últimas semanas. No necesité más que estacionar mi carro frente al local, ver las expresiones entre agradables y preocupadas de la gente que transitaba por las aceras, las recursivas vestimentas, y el precario pero esforzado estado de mantenimiento de las casas, para comprender que me hallaba en el entorno perfecto para mi proyecto de amor imposible. Este ambiente, sumado al revelador minuto de trato con la personalidad del tendero al comprar el paquete de cigarrillos, me convenció de que ese escenario era el único y mismo concebido por mi imaginación.
Tengo sobre mucha gente una enorme ventaja en lo referente a entablar comunicación con desconocidos, que consiste en haber trabajado como actor en algunas producciones dramatizadas de la televisión. Esa ventaja no funciona mucho con personas de clases bajas, cuya reacción ante el actor es a veces de resentimiento porque ven en él al “Famoso” que en los papeles de pobre representa sus desgracias sin haberlas vivido, ni en las clases altas donde se oculta el reconocimiento porque la envidia les hace ver como vergonzoso el prestarle atención a alguien que tiene una vida más interesante que la de ellos, y además porque sería muy dañino para su presunto estatus cultural el dar en público alguna señal que pueda revelar el hecho de que ven telenovelas. Por fortuna en la clase media no es igual porque la gente es más auténtica; aquí no hay necesidad de tratar de disfrazar las debilidades porque todos tienen los mismos problemas y todos lo saben, y por lo mismo saben que disfrutan de los mismos entretenimientos, entre los cuales suponen que el más barato es la televisión, de cuyos programas, presentadores y actores son expertos conocedores y críticos.
Con el “Monito” me fue muy fácil establecer la comunicación; bastó con percibir la forma en que me miraba mientras completábamos la transacción de los cigarrillos, y rematarla con una sonriente mirada a los ojos para que con cara de picardía me propusiera la consabida presentación: “Yo a usted lo conozco, ¿cierto? Usted trabaja en la televisión”. El “Sí, trabajaba, pero ya no”, y la sonrisa con que uno responde cuando no tiene inconveniente en seguir conversando, desborda una cascada de preguntas acerca de los motivos del retiro, los nombres de algunas de las producciones en que trabajó y, si se da pie, continúa hasta las que ya suponen cierto grado de confianza como: “¿Es cierto que fulanito es gay”, “¿Es verdad que zutanita le mete duro a la droga?”, o, “¿Verdad que las fiestas de ustedes son unas orgías del carajo?”, que por supuesto son contestadas con una completa explicación de que en el medio “Farándula” no hay más drogadictos que entre los políticos, o más homosexuales que entre los abogados y muchos menos que en el clero, y que en nuestras fiestas no hay más desmanes que en las empresariales de cierre de año o las despedidas de solteros. No sé cuál de los dos gozó más de la charla de media hora: si el “Monito”, quien mostró su agradecimiento hacia mí por sacarlo de la monotonía invitándome a un jugo de mango en frasco con dos empanadas, o yo disfrutando de la sincera admiración, la alegría, franqueza y sencillez, de la exacta materialización de uno de los personajes que tenía en mente para la historia de amor.

3
De todos modos habría quedado muy satisfecho si en esa tarde, o en toda la semana, no me hubiera ocurrido nada más en favor del proyecto que me ocupaba. Ya el barrio, la tienda, y su dueño, habían sacudido a mi musa quien despertó del mejor ánimo para colaborar. Pero sí sucedió algo, o mejor, mucho, pues a las cinco y treinta, cuando ya casi me disponía a despedirme de mi tendero prometiéndole que muy pronto volvería para seguir conversando, llegaron a la tienda cuatro clientes.
El “Monito”, quien parecía haber estado esperando la entrada de alguien que luego pudiera corroborar mi presencia en el sitio, con orgulloso brillo en los ojos, amplia sonrisa y señalándome con toda la mano abierta, les anunció a los recién llegados: “Aunque ustedes ya lo deben conocer, les presento a mi amigo... —en ese momento reveló el hecho de no recordar mi nombre—, el actor de la televisión”. Como si lo hubieran acordado, los cuatro pares de ojos se sorprendieron al tiempo, las cuatro sonrisas se abrieron, y las cuatro manos derechas se tendieron entusiastas en ofrecimiento de saludo. Mientras las estrechaba inicié mi presentación con el “Mucho gusto de conocerlos...”, pero uno de ellos me interrumpió con un “No diga cómo se llama, usted es...”. Ahí empezaron, incluido el “Monito”, a tratar de recordar el nombre y, después de decir sin acertar los de todos los demás actores colombianos que tienen el pelo y la barba blancos, fueron bajando pensativos el rostro con algo de vergüenza, hasta que alguno dijo: “Si no es ninguno de esos, debe ser Chancóneri”, entonces todos soltaron la risa. Yo también reí, y contesté: “Ya quisiera yo tener un nombre tan famoso o parecerme a él, pero no, me llamo Gerardo Cárdenas”. Los cinco al tiempo se dieron una palmada en la frente y dijeron en coro: “¡Pues claro!”, pero parece que no asimilaron la información porque de ahí en adelante, durante el tiempo que he tenido el privilegio de tratarlos, siempre me siguieron identificando con el honorífico apodo: “Chancóneri”.
Los cuatro clientes, quienes como todos los martes y tal cuál sábado llegaban a esa hora a la tienda a tomarse unos aguardientes y jugar a las cartas, eran: “Chucho”, propietario de un taller de reparaciones domésticas a dos calles de la tienda, de mediana estatura, unos cuarenta años, gordo, moreno, simpático, dicharachero y dueño de la carcajada más fácil, potente y contagiosa que he conocido; “Camacho”, de edad indefinida entre los cuarentaipico y los sesenta, tez aceituna y robusta complexión de tipología Chibcha, patrón del taller de mecánica automotriz del barrio; el “Diablo”, un enano contrahecho y cabezón de ciento doce centímetros de estatura y veintiocho años de edad, lustrabotas, mensajero, y amigo de todos los clientes fijos del Monito; por último el abogado Carlos Vélez, de cincuenta años, bajito, barrigón, de facciones rubicundas y abultadas, quien trataba de ocultar la calvicie trayendo sobre ella el pelo de un lado y pegándolo al cráneo con sólido fijador, a quien todos llamaban “Doctor”, mas no como reconocimiento a su grado en el estudio de las leyes, sino como remoquete que le recordaba el hecho de que nunca llegó a ejercer la profesión.
Todos los datos anotados sobre ellos fueron recopilados esa misma noche, porque pasadas las presentaciones y recorrido de nuevo el proceso de la cascada de preguntas, me invitaron a tomar “un” aguardiente y unirme al juego de cartas. Acepté encantado. Entendí que para poder extraer de ese ambiente la esencia auténtica que necesitaba, tendría que tratarles con la frecuencia suficiente para que se olvidaran de mi imagen de actor, dejaran de verme como invitado “ilustre”, y se acostumbraran a mi presencia como a la de cualquier otro vecino; por experiencia sé que eso empieza a suceder a partir del segundo o tercer encuentro.
El Monito les tenía destinado a sus amigos un cuarto con tres mesas en la trastienda, el cual llamaban “Zona de distensión”, para que se reunieran a beber, fumar y jugar cartas sin interferir con sus risotadas y escandalosas discusiones el normal funcionamiento del negocio.
A las once de la noche salí de allí con medio litro de aguardiente entre pecho y espalda y sin los pocos pesos con los que había llegado, sin sospechar que el conocer a esas personas y entrar en ese cuarto era el comienzo de la serie de vivencias más intensas que he experimentado, como hubiera dicho alguno de mis nuevos amigos: “con la ropa puesta”.
De aquí en adelante me olvido de las motivaciones que traía con la mentira del amor imposible, y me concentro en la historia nueva; la real.
Las visitas a la tienda y los encuentros con mis amigos se convirtieron casi en cotidianos. Con el que más conversaba era con el doctor Carlos Vélez, quien tenía el negocio del Monito como oficina en la cual ofrecía sus servicios de intermediario ante la oficina de tránsito de Bogotá; es decir que se encargaba del pago de impuestos, multas, traspasos, y demás trámites oficiales que puede ocasionar la propiedad de un vehículo automotor. En realidad el único cliente que le conocí fue Camacho, quien, como dueño del taller del barrio, se dedicaba a comprar carros viejos y descompuestos para medio arreglarlos, maquillarlos y venderlos, con excelentes utilidades que luego tenía que revertir casi completas para subsanar los reclamos de los compradores. También en realidad el trabajo de tramitología no lo realizaba personalmente Carlos Vélez, sino el “Diablo”. El enano era quien se encargaba de hacer las filas y diligencias, mientras el “Doctor” se quedaba esperándolo y tomando cerveza en algún local cercano.
Por medio de las infidencias de los demás y las charlas directas con el doctor Carlos conocí a su familia, los Vélez, quienes junto con otras dos familias que conocí después pero de manera igual de profunda, los Mejía y los Díaz, se constituyeron en los protagonistas del conflicto materia de la presente narración.

4
Primero vamos a hablar de los Vélez.
Para doña Tere, a sus setentaiocho años, viuda desde hacía treintaicinco del coronel Adolfo Vélez muerto en emboscada guerrillera, las cosas no eran nada fáciles. Su único ingreso lo constituía la no muy generosa pensión que recibía del ejército, y que, teniendo en cuenta que no pagaba arriendo por vivir en casa propia en el barrio Campolindo, le debería alcanzar para su sustento si no tuviera que compartirla con las siete personas que vivían con ella: Carlos, el improductivo hijo mayor que ya conocíamos; Bertica, la esposa de Carlos, quien trataba de aportar algo trabajando para los vecinos con la máquina de coser; Juampa, hijo de veintidós años de los dos anteriores, estudiante de Publicidad y Mercadeo (había otra hija de Carlos y Bertica: Marina, que no vivía con ellos y de quien hablaremos más adelante); Margarita, hija de cuarentaidós años de doña Tere, madre soltera quien con el escaso salario que percibía como dependiente en la sección de cosméticos de una cadena de almacenes, hacía milagros para cubrir sus gastos y costear los estudios de Diseño Gráfico de su hija Diana, de dieciocho, que también vivía con ellos; Carmelita, boyacense de sesentaicinco años, empleada doméstica de los Vélez desde hacía cuarentaitrés, considerada como parte de la familia, quien desde hacía dieciocho años se encontraba incapacitada víctima de una afección ósea, y a cambio de continuar viviendo en la casa, aunque nadie se lo exigía, trataba de seguir prestando sus servicios sin recibir salario; por último Sonia, de veinticinco años, hija epiléptica de Carmelita, quien debido a su enfermedad se veía limitada a tratar de cubrir algunos de sus gastos y los de su madre trabajando por días en las casas de los vecinos.
Estos dos últimos personajes: la dulce Carmelita y su gorda y amargada hija Sonia, van a ser definitivos en el conflicto. Por eso quiero que los conozcan, y creo que la mejor forma es dejarles oír un diálogo, del cuál no hubo testigos, pero después supe que se dio en esos términos y por el conocimiento que tengo de ellas cuando han ido a comprar algo en la tienda del Monito, no dudo de estar reproduciéndolo con razonable fidelidad incluyendo el lenguaje característico de las dos mujeres descendientes directas de los indígenas Muisca. Esa mañana Sonia fumaba y tomaba café negro acomodada en una silla del comedor auxiliar de la cocina, y vio con aburrimiento a su mamá que llegó desde el interior de la casa caminando trabajosamente apoyada en su bastón.
—Ay, Diosanto —dijo Carmelita acongojada—. Pobre dotor Carlitos. Como que jue puallá y se gastó tua la platel recibo e la luz y poreso la cortaron. Allestá doña Teresita juriosa sacándole los trapitos al sol.
—Bien hecho, que chupe —respondió Sonia despectiva—. Ese señor es un vago.
—No habli así, Sonia. No sia injusta. Ese señor sia portao muy bien con busté, todos aquián sido muy buenagente conosotras, lo que pases quen estos días andan con los pelos de punta porque están sin plata.
—¿En estos días? —sonrió irónica Sonia—. Pues esde que yo tenguso de razón los he visto todos vaciaos.
—Y a busté parece queso lalegrara. En lugar destar hablando basura, deberíamos buscar la jorma diayudales.
—¿Ayudarles, ustés ques boba, mamá? Ahitá pintada, liapuesto que si tuviera con qué, lesestaría pagando la luz y el agua y quién sabe cuántas carajadas más. Antes no me propone que salga puai a dalo pa que les…
—¡No sia grosera, Sonia! Hágame el javor y me respeta. Y no sia desagradecida, mire que mi Dios lo que más castiguen este mundues lingratitú.
—¿Y de qué tengo questar agradecida? Lúnico quecho en mis veinticincuaños es vela a usté trabajando común burro en esta casa y sin recibir niun peso.
—¡No me güelva otra vez con ese cuento, Sonia! Busté sabe muy bien quellos no tienen ningunobligación conmigo.
—Sí, cómo no —apagó el cigarrillo torturándolo contra el cenicero y se paró amenazante—. ¡Que siatengan a La Virgen y no corran!
Sonia salió contoneándose altiva hacia la habitación de las dos al otro lado del patio del lavadero de ropas, y Carmelita con tristeza se quedó mirando las papas que tenía que pelar para el almuerzo.

5
Doña Tere de Vélez era una mujer blanca más bien bajita —apenas pasaba del metro con cincuenta centímetros—, pero la gravedad de su expresión, el cuerpo robusto y fuerte, la cabellera muy blanca peinada en bomba bajo la redecilla invisible con adornos plásticos que imitaban diminutos zafiros, y, sobre todo, la sonoridad y tono autoritario de su voz, la hacían ver tan imponente como un general de la GESTAPO con dos metros de estatura. Aparte de ver televisión, prácticamente la única distracción de la señora era salir todas las mañanas a practicar una saludable caminata por las calles del barrio con su amiga de toda la vida, Anita de García, de los mismos setentaiocho años, pero veinte centímetros más alta y treinta más delgada, y de blancas facciones conformadas para mostrar una permanente expresión de angustia aunque en su interior era muy difícil encontrar otros estados que no fueran el gozo y la paz. Ella también era viuda, del militar Adolfo García quien había muerto de peritonitis hacía dieciséis años, compañero y amigo del difunto coronel Vélez desde que eran cadetes.
A las dos viejitas se las voy a presentar a través de un diálogo normal, y un incidente anormal que se convirtió en el primer paso hacia el conflicto, y de cuya autenticidad doy fe porque me fue referido personalmente por los implicados, al igual que los que vendrán más adelante.
A las seis en punto de una hermosa mañana, doña Tere y Anita vistiendo sudaderas y botines deportivos se encontraron para su diario ejercicio físico de una hora, durante el cual generalmente se entretenían jugando a asociar las letras y números de las placas de los carros que transitaban por el barrio, con las ideas más graciosas que se les ocurrían:
—Mire ése —dijo Anita al ver un carro con placa SAP 174—. Ahí dice: “Sapita”.
—Mmmh... —gruñó doña Tere.
—Ahora diga usted qué dice en el que viene allá.
—Hoy no quiero jugar a las placas, Anita. Lo único que se me ocurre cuando veo un carro, es tirarme debajo a ver si me aplasta la cabeza y dejo de sufrir de una vez por todas.
—Ay, ya apareció otra vez doña negativa.
—Pues sí, “doña positiva”. Lo que pasa es que a usted le queda muy fácil vivir de buen genio porque como vive sola, la pensión le alcanza y hasta tiene ahorros, le queda muy jodido entender mis problemas.
—No tiene necesidad de decir groserías.
—Bueno, perdóneme, es que estoy desesperada. Anoche el irresponsable del Carlos volvió a llegar borracho y le dio por seguir bebiendo solo en la sala, y oyendo música a todo volumen. Menos mal que Bertica y Juampa se levantaron, lo callaron y se lo llevaron a acostarlo, porque yo ya estaba a punto de ir a sacarlo a la calle a patadas.
—A usted le va a tocar hacer algo para quitarse ese problema de encima, mija.
—Sí, claro que tengo que hacer algo...
Continuando la conversación en ese tono bajaron de la acera para atravesar la calle, sin caer en la cuenta de que pocos metros adelante, dos carros que estaban parqueados lado a lado en la bahía de estacionamiento frente a la iglesia, arrancaron de manera intempestiva, chirriando las llantas como si estuvieran en competencia. Las viejitas vieron los carros que se les venían encima y se paralizaron de miedo. Los conductores, un hombre en el carro rojo y una mujer en el azul, lograron frenar en seco, deteniéndose con el parachoques delantero del carro azul a dos milímetros de las cuatro temblorosas piernas que sumaban casi ciento sesenta años.
Doña Tere, pálida, sujetó a Anita y la empujó hacia la acera mientras le gritaba furiosa a la conductora del carro azul:
—¡Estúpida, nos ha podido matar!
La mujer aterrada se quedó viéndolas, y el hombre del carro rojo al ver el susto y la furia de la anciana, reaccionó riendo nervioso. La mujer lo miró y se contagió de la risa.
—¡¿Y aparte de todo se ríen?! —gritó doña Tere indignada—. ¡Imbéciles!
—¡Amebas! —les gritó Anita.
Al oír el extraño insulto y la rabia de las ancianas y viendo que estaban en buen estado, los conductores sin poder dejar de reír y tratando de hacer señas de disculpa arrancaron los carros alejándose del sitio. Doña Tere se quedó vociferando:
—¡Desgraciados, respeten a sus mayores, carajo! —como ya no la oían se dirigió a Anita—. ¡Infelices, por andar coqueteándose en sus carrazos finos se creen los dueños del mundo!
—Me habían podido matar del susto —temblaba Anita.
Doña Tere se quedó mirándola, se calmó un poco y sonrió extrañada.
—¿Usted, cómo fue que les dijo, “amebas”? —rió doña Tere—. ¿Por qué les dijo así?
—No, pues —sonrió Anita—, fue que cuando el carro azul se nos vino encima, no sé, le vi la placa y era A, M, E, ocho, cuatro, cinco. Me pareció que decía “amebas”, y después de los nervios se me salió así.
—De modo que la placa es “amebas” —doña Tere de nuevo empezó a caminar muy seria—. A, M, E, ocho, cuatro, cinco. Deje y verá, Anita. Le voy a decir a Carlos que me averigüe en el tránsito a quién pertenecen —y agregó sardónica—. ¡Esa hijuemadre del carro azul no sabe con quién se metió!
—Ay, doña Tere. No me diga que se va a poner a darle importancia a eso. Yo no creo que esos dos nos quisieran matar, ¿no? Fue sin culpa, estaban entretenidos.
—Eso de estar entretenidos puede ser disculpa para tener un accidente —doña Tere envenenada—. ¡Pero no para que encima de todo se atrevan a burlarse de dos ancianas indefensas!
—¿Indefensa usted, mijita? Ja… lo que pasa es que está de mal genio por todos los problemas que tiene, doña Tere. ¡Cualquiera que se le atraviese en este momento termina pagando el pato!
—Pues sí, puede ser, pero que le amargo la vida a esa estúpida, ¡se la amargo!
Por supuesto ellas en ese momento ni siquiera maliciaban que esa intención de doña Tere les arrastraría a la aventura más grande de su vida.
Después de las caminatas las viejitas acostumbraban llegar a la casa de doña Tere a desayunar con el chocolate con almojábanas y queso campesino que les servía Carmelita con todo el cariño. Casi siempre lo hacían acompañadas de Bertica y, ocasionalmente, cuando no tenían clases a esa hora en la universidad, de Diana y Juampa. Luego se retiraban al cuarto de costura de Bertica y se sentaban ante el televisor a ver telenovelas hasta el medio día. En la tarde Anita, muchas veces acompañada de doña Tere, se iba para su casa a divertirse con su querido pasatiempo, consistente en diseñar y manufacturar figuras de cartulina, tela y otros materiales, de angelitos, muñecos imitando los de dibujos animados, piñatas, y otras encantadoras creaciones que entregaba a una señora que se encargaba de venderlos como sorpresas para fiestas infantiles de cumpleaños y primera comunión.
El día en que casi tienen el accidente con los carros azul y rojo, asunto que no comentaron con nadie de la casa para evitar que de pronto les pusieran problemas por salir solas, mientras veían televisión, con la intención de saludarlas entró al cuarto de costura Carlos, precedido por una oleada de aliento etílico secuela de la borrachera de la noche anterior.
—Buenos días, mamá —dijo tímido desde la puerta.
Doña Tere con el rostro como de mármol permaneció callada mirando la pantalla. Carlos, prefiriendo ese gélido silencio a la otras veces martirizante reprimenda y con el ánimo de irse de allí lo antes posible, rápidamente saludó a Anita quien tampoco respondió, pero cuando se volteaba aliviado para salir lo detuvo la voz como de hierro de la ofendida matrona:
—¡Estoy esperando que me devuelva la plata que se bebió con sus amigotes y a mí me tocó volver a dar para pagar el recibo de la luz!
—Eh... sí, mamá, hoy le voy a hacer el traspaso de un carro a don Camacho, el del taller, y cuando me lo pague le traigo su plata.
A doña Tere le brillaron los ojos.
—Para eso supongo que va a ir al tránsito, ¿cierto?
—Pues... sí señora, ahora...
—¿Y si yo le doy el número de las placas de un carro —lo interrumpió doña Tere—, usted me puede averiguar los datos del dueño?
Anita sorprendida volteó a mirarla y Carlos contestó extrañado.
—Pues... sí, se podría. ¿Por qué?
—Es que un sobrino de Anita está interesado en comprar un carro, y parece que es un carro muy caro. Yo le digo que es mejor que se averigüe muy bien la procedencia y esas cosas, para que no vaya y se meta por ahí en un negocio con problemas —miró a Anita quien le devolvió la mirada con ganas de ahorcarla—. ¿Cómo es el número de la placa?
—No, Teresa —Anita conteniendo la furia trató de disuadirla—, no hay necesidad, mi sobrino solo puede…
—¡Ah, sí! —la cortó doña Tere—. Usted ya me lo había dicho. Apunte el número, Carlos.
Carlos aburrido, porque en realidad lo del traspaso era mentira y no pensaba ir al tránsito, sacó del bolsillo un lápiz gastado y unos papeles arrugados.
—¿Cómo es?
—Ameb... es decir: A, M, E, ocho, cuatro, cinco. ¿Sí me podrá hacer ese favor, o me tocará ir a mí?
—No, mamá. Yo lo hago con mucho gusto, creo que para esta noche le puedo tener los datos.
—Más le vale. Ya es hora de que sirva aunque sea para eso. Y alístese porque vamos a tener que hablar muy seriamente.
Carlos asintió agachando la cabeza, pidió permiso y salió mirando al techo con cara de desesperación.
—¿Está loca, Teresa? —Anita habló en voz baja pero muy molesta—. Imposible que esté pensando en serio en amargarle la vida a esa pobre mujer.
—Si ésa con ese carro último modelo es pobre —contestó doña Tere escéptica—, nosotras somos un par de indigentes, mija.
—Es el colmo. Y me parece una falta de respeto que me ponga como disculpa con Carlos para que le ayude a esa pendejada. Conmigo no cuente para nada que tenga que ver con eso, ¿me entiende?
Doña Tere habló sonriendo entre burlona y satisfecha:
—Tranquila, doña seria. Como dicen Dianis y Juampa: “fresca”. De pronto ni le hago nada a la vieja, pero déjeme ser feliz, por pura curiosidad quiero saber aunque sea quién es.

6
Vamos a ver quién era la “vieja” y de paso conoceremos a los Mejía y los Díaz.
La aludida conductora del carro azul era la ingeniera industrial Myriam González de Mejía, de treintaiséis años, bella mujer de cincuentaicinco kilogramos perfectamente repartidos según las proporciones consideradas ideales en un metro con setentaidós centímetros de estatura, de exóticas facciones de tipo latino color canela suave, pelo liso castaño claro, grandes ojos muy oscuros, y porte distinguido que sabía lucir con toda la propiedad vistiendo elegantes prendas de exclusivos y famosos diseñadores internacionales. Casada desde hacía once años con el economista Raúl Mejía Andrade, de cuarentainueve años, apuesto y exitoso ejecutivo presidente del prestigioso “Grupo Mejía”, uno de los cincuenta conglomerados industriales y comerciales más grandes del país, en el que trabajaba hombro a hombro con su esposa, quien ocupaba el cargo de vicepresidente administrativa. La familia la completaban dos hijos: Gabriela, de ocho años, y Andrés Felipe, de cinco.
El conductor del carro rojo era el arquitecto Jairo Díaz Amaya, de treintaiocho años, atractivo hombre de ciento ochenta centímetros y atlética complexión, destacado empresario constructor, presidente de “Constructora Digón”, empresa bastante importante pero no tan grande y poderosa como “Grupo Mejía”. Casado con Marta González de Díaz, hermana menor de Myriam González de Mejía y casi tan hermosa como ella. Tenían dos hijas gemelas, Carolina y Mónica, de seis años.
Aparte del parentesco entre las dos familias había una estrecha relación comercial entre las dos empresas. De hecho el progreso de “Constructora Digón” se debió a su vinculación con “Grupo Mejía”, para el cual, en los días a que nos referimos, cumplía un jugoso contrato consistente en el desarrollo de un enorme complejo de bodegas industriales, locales comerciales y edificios de oficinas.
Entre los dos matrimonios existía además una gran amistad, basada en la lealtad y el respeto, en la que eran frecuentes las muestras de cariño y afecto sinceros y sin dobles intenciones, que, como veremos más adelante, iban a ser motivo de la mala interpretación que daría pie a la equivocación que enredó en serios problemas a las dos viejitas.
Los Mejía y los Díaz eran gente buena; trabajadores que a base de grandes esfuerzos y manejo honesto habían progresado desde modesta procedencia hasta la prominente posición que ocupaban.
El incidente que Myriam y Jairo tuvieron con doña Tere y Anita, se debió simplemente a que los dos conduciendo sus carros, ella hacia el acostumbrado partido de tenis y él hacia la oficina, se vieron en una congestión vehicular en la autopista del norte similar a la que me había llevado hasta la tienda del Monito, casualmente buscaron la misma vía de escape, se encontraron cerca de la bahía de estacionamiento frente a la iglesia del barrio, y se detuvieron para saludarse. La arrancada intempestiva de los carros fue producto de un simple juego que le propuso Jairo a Myriam, para demostrar que el BMW rojo de él era capaz de arrancar más rápido que el Audi azul de ella, reto que fue aceptado y trajo las consecuencias que ya conocemos.
Durante esas fechas el ánimo de la bella Myriam no pasaba por sus mejores momentos, y era que por primera vez en cuatro años de noviazgo y once de matrimonio se había dado cuenta de que su amado esposo le había dicho mentiras. Desde hacía unos días Raúl se estaba disculpando por no verse con ella a las horas de mediodía, arguyendo una serie de reuniones con el banquero David Martínez con quien decía tramitar importantes negocios, pero un día en que ella salió a buscar un restaurante para almorzar con una amiga, vio a Raúl cuando recogía en su carro a una mujer con quien entró después a un discreto restaurante, y, en la noche, cuando Myriam puso el tema de las reuniones con David, Raúl le sostuvo que había almorzado con él. Ella, fiel a la confianza hacia su marido y a la costumbre de afrontar los problemas con inteligencia en lugar de dejarse llevar por peligrosas reacciones espontáneas, no dijo nada ni se dejó notar el menor asomo de duda o molestia, posición que se propuso mantener hasta conocer más detalles del caso y así proceder de acuerdo a la real importancia que pudiera tener. Para eso, el mismo día del encuentro con las viejitas, decidió seguir a Raúl quien le había manifestado que almorzaría de nuevo con David Martínez.
Para saber más de cómo sucedieron las cosas e ir conociendo mejor a estos personajes, vamos a seguir a Myriam desde que se comunicó con su esposo antes de salir a cumplir el objetivo.
—Hola, mi amor —Myriam “contenta” desde el intercom de su oficina.
—Hola, preciosa —Raúl contento desde la suya.
—¿Ya te vas a almorzar con David?
—Sí, mi amor. Salgo en media hora. ¿Por qué, se te ofrece algo?
—No, precioso. Pienso ir a almorzar al club, y ya salgo. Llamé sólo a mandarte un beso y a decirte que te vaya bien y me pienses mucho. ¿Vuelves a la oficina por la tarde, o nos vemos en la casa?
—No sé qué tanto me vaya a demorar. ¿Me necesitas en la tarde para algo?
—No, tranquilo. Si no alcanzas a volver, nos vemos por la noche. Te quiero.
—Y yo a ti, mi amor. Besitos, mua, mua.
—Mua, mua.
Myriam salió del parqueadero de las oficinas antes que Raúl, y después de pedirle mentalmente perdón a sus hijos y a su esposo por lo que estaba haciendo, fue a buscar un sitio para estacionar el carro a un par de cuadras de donde él había recogido a la hermosa mujer que Myriam en su mente bautizó como “la fulana”. Luego se aproximó a pie y encontró una cafetería ubicada de tal manera que desde el interior podía observar el sitio de encuentro al otro lado de la calle: la entrada a un edificio de oficinas. Se instaló estratégicamente en una de las mesas, pidió un café con leche y dos empanadas rellenas de pollo, y esperó.
Media empanada después apareció la mujer tras la puerta de vidrio del edificio, el portero le abrió con cortesía, pero ella le hizo una seña con la mano de que todavía no iba a salir, y se quedó ahí parada mirando hacia afuera. Myriam desde la cafetería la observó y se quedó pensando: —estás más o menos bien, fulana… Buena ropa. En realidad no estás simplemente bien… eres condenadamente bella. En realidad tu ropa no es simplemente buena, es un excelente diseño del estilo de Oscar de La Renta. No tendría nada de raro que fuera original, te cae perfecto y lo sabes llevar… Tienes que recomendarme a tu peluquero, te mantiene ese pelo en espectacular forma… Si mi Raúl tiene algo contigo, casi que lo entendería. Me alegra que siempre haya tenido muy buen gusto. No estás mejor que yo, pero aparentemente eres digna rival. Si tengo que destruir a alguien, prefiero que sea como tú; que valga la pena… Cuídate—. El Volvo negro de Raúl se estacionó al frente, fulana salió sonriente, y saludó con señas de la mano a Raúl que bajó del carro y lo rodeó para abrirle la portezuela. Se saludaron de beso en la mejilla —quieta ahí, fulanita. No te expongas tanto—. Subieron al Volvo y se fueron conversando animados.
Myriam trató de terminar la empanada, pero le pareció estopa rellena de clavos. Bajó trabajosamente el bocado con un sorbo de café que le supo a ácido corrosivo. Pagó la cuenta y se fue caminando hasta el Audi, al que subió sintiendo que entraba en su ataúd. Con movimientos mecánicos encendió el motor, y arrancó. Por casualidad pasó frente al restaurante discreto donde los había visto entrar la vez pasada, y se extrañó de encontrar el Volvo parqueado en el mismo sitio —¿Qué pasa, precioso, se te acabó la creatividad?—. Lo pensó dos veces y se decidió. Rodeó la manzana y regresó a estacionarse media cuadra atrás, desde donde bien oculta por otros carros podía vigilar el Volvo. Apagó el motor y se acomodó para esperar.
Los recuerdos le empezaron a llegar con imágenes que centelleaban en el cerebro: tenía veinte años y, determinada a ser más que el objeto de adorno en que tienden a convertirse las mujeres con magníficos atributos físicos, buscaba un empleo para pagarse los estudios en los horarios nocturnos de la universidad. Pero qué difícil era para ella conseguir un trabajo estable. En todas partes la veían, le sonreían, la contrataban de inmediato, le asignaban un escritorio, y a las seis de la tarde del primer día ya se lo querían cambiar por una cama. Un día, atendiendo a un aviso de prensa con oferta de trabajo para secretaria con conocimientos de contabilidad, se presentó a la empresa que en ese momento era una pequeña pero pujante fábrica de productos para el aseo. Cuando vio que sería entrevistada por el apuesto propietario de treintaicuatro años, estuvo a punto de salir de allí sin despedirse, pero ya era tarde, el hombre tras el escritorio había dicho: “siga y siéntese”. Meses más tarde Raúl le confesaría que cuando la vio no quería entrevistarla, porque lo que tenía en mente era la contratación de una señora de cuarenta años, ojalá casada, con hijos, no muy hermosa, y que funcionara como una máquina sin ofrecer el riesgo de entretenerlo o enredarlo, como pasó con todas las jóvenes que trabajaron antes con él. La entrevista empezó en medio de la prevención de lado y lado y el mutuo deseo de que no se extendiera por más de treinta segundos, pero se sorprendieron de que más de una hora después se estaban despidiendo amable y respetuosamente como jefe y secretaria, porque ambos, gracias a la claridad de sus individuales aspiraciones, antepusieron las prioridades prácticas a las de la atracción, y fueron capaces de evaluar objetivamente las cualidades de la una como secretaria, del otro como jefe, y la conveniencia del vínculo laboral. Comenzaron a trabajar, y pronto vieron cómo se unía la energía y empuje de él con la inteligencia y sagacidad de ella, conformando el equipo perfecto que se constituyó en la base y razón del dinámico crecimiento de la empresa. Fue sólo entonces, cuando comprobaron que podían mantener el ritmo de trabajo necesario para cumplir con los sagrados objetivos de progreso, y que ella terminó con éxito sus estudios y se graduó como ingeniera industrial, que fueron levantando el muro de formalidad y se dejaron llevar por la atracción. Se enamoraron con todas sus entrañas, pero como un caso excepcional que debería figurar como ejemplo en los textos sobre administración empresarial, jamás permitieron que la relación personal interfiriera con los asuntos del negocio. Se superaron muchas dificultades, se vivieron momentos duros, pero se siguió adelante y se amplió el horizonte. Se casaron —la semana entrante vamos a cumplir doce años, mi amor—. La fábrica creció hasta el punto en que se vio la conveniencia de montar nuevas fábricas de los productos que necesitaba la primera, y así se fue formando el gran complejo industrial y comercial que era el prestigioso “Grupo Mejía”. Llegaron los hijos, y se consolidaron la apreciable fortuna económica y el adorable hogar —daría mi vida para que las cosas sigan así, y si es el caso, soy capaz de quitar la de quien pretenda impedirlo.
No pasó más de media hora cuando Raúl y fulana salieron del restaurante y subieron al Volvo —comieron rápido, deben tener afán—. Myriam los siguió a prudente distancia, ocultando nerviosa el Audi tras otros carros. Ellos no regresaron hacia donde se subió fulana, sino que fueron hacia el lado opuesto; hacia el norte. Se aproximaron a las afueras de Bogotá, y la disminución del tránsito hizo que a Myriam se le dificultara mantenerse detrás de otros carros. Prefirió desistir de seguirlos a correr el riesgo de ser descubierta, y se detuvo para ver cómo el Volvo se perdía en la distancia. Cerró los ojos con fuerza y bajó el rostro hasta descansar la frente contra el timón —¿a dónde vas, mi amor? Lo único que hay por allá son esos moteles baratos. Los moteles a los que fuimos un par de veces cuando éramos novios y no teníamos para nada mejor, pero ahora puedes pagar lo que quieras, cinco… diez estrellas. ¿O es que te hacen falta los espejos en el techo y el jacuzzi con luces azules y rojas? Raúl, te adoro—. Levantó el rostro, sacó el pañuelo del bolso, se secó las lágrimas, y emprendió el martirizante regreso hacia las oficinas de “Grupo Mejía”.


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